La Bogotá antigua y el origen de unas de las tradiciones culinarias más importantes de la ciudad, las “onces”. Extracto de una historia en el centro.

El recorrer de la tarde había pintado de gris todas las calles del centro y el frío amenizaba con gotas dos desfiles, uno con personas angustiadas y ambivalentes y un segundo que iba más lento con quienes no habían olvidado sacar el paraguas. Nosotros habíamos dejado la sombrilla, aunque ni angustiados ni ambivalentes, sin embargo retrasados caminamos entre el exótico septimazo para cumplir con una cita que le restaban 10 minutos de vida, la “Pastelería La Florida” al caer el sol se vuelve un lugar fascinante; unas elegantes puertas en madera abren paso a una sala de onces donde las antigüedades decorativas que allí se encuentran llevan el tiempo inmortalizado de una Bogotá Antigua, de antaño y bohemia para fantasear con los días de 1936, año de fundación de la Pastelería a la que recien entrabamos.

Supimos de inmediato la mesa donde debíamos ir, allí al fondo de la sala un hombre de abrigo negro agitaba su mano desesperado llamando nuestra atención mientras un olor a chocolate bombardeaba el lugar, una sonrisa de doble filo se dibujó antes de sentarnos y saludar al viejo amigo. Nosotros íbamos detrás de una historia y él, de contárnosla así que pedimos un chocolate, algo de queso, almojábanas y bizcochos, entre la guarnición y el silencio escuchamos lo siguiente: 

“Lo que les voy a contar es un regalo que la tradición oral Bogotana me ha otorgado, por ende es verdad.”

“Lo que les voy a contar es un regalo que la tradición oral Bogotana me ha otorgado, por ende es verdad. Comienzos del siglo XX, una casona del barrio La Candelaria era el lugar de un convento que la iglesia franciscana poseía. Los curas eran tremendos, para luchar contra el frío bogotano dieron con un franciscano que venía de Manizales con unas botellas de aguardiente, librándose del frío y de todo remordimiento los curas acabaron con las provisiones de la bebida.

El frío no daba tregua y las ganas de calentar el espíritu los acechaba, así que al salir a las tabernas Bogotanas en busca de aguardiente, los curas utilizaban un Santo y Seña por aquello de su imposibilidad de pedir públicamente uno, estos decían “Once” y el tendero sabía que servir inmediatamente.

Con el pasar de las décadas, la sociedad bogotana reemplazó el aguardiente por la especial combinación gastronómica de chocolate, queso y pan que pluralizando el Santo y Seña, dicha combinación conservó el nombre de “Onces”. Lo anterior por una simple razón donde termina mi historia, se llama “Onces” a las “Onces” porque la palabra aguardiente tiene once letras. Las Onces nacen del frío y el frío mismo muere en ellas.”

Al finalizar su intervención, tomó un largo sorbo del espumoso chocolate que le restaba, haciendo uso de una cuchara sacó con meticulosidad un trozo de queso derretido e inclinando su cabeza en forma de saludo estiró la cuchara hacia adelante y mirándonos a los ojos se despidió con un alegórico “¡salud!”.

No existe receta, una trinidad que alivia el frío variando entre bebidas calientes reuniendo amigos y familiares en torno a una chimenea gastronómica. Para cubrir las frías lluvias de abril, las torrenciales noches de noviembre o la tarde menos pensada en la que Bogotá se vista de gris, las onces son la mejor razón para sentarse a brindar.

“No existe receta, una trinidad que alivia el frío variando entre bebidas calientes reuniendo amigos y familiares en torno a una chimenea gastronómica.”